(La Opinión de Murcia, jueves 26 septiembre 2013)
Keynes fue uno de los más grandes economistas del siglo XX. Además,
tenía una magia personal innata que le permitía hipnotizar a todo aquel
que tuvo la oportunidad de coincidir con él, independientemente de su
clase, raza o religión. De ahí que, nuestros profesores universitarios,
políticos y ´líderes´ de opinión hayan extraído de sus discursos
determinadas frases de gran impacto pero, se suele apostillar, con
dudoso trasfondo.
Insisten sus seguidores e incluso los que se
manifiestan en contra de sus teorías, en que el papel del Gobierno ha de
ser el de actuar de manera contracíclica, es decir, gastar menos cuando
todo va bien y gastar más cuando los mercados se resienten por crisis
económicas.
Cuando realizamos teorizaciones matemático-económicas,
con las conclusiones preestablecidas, cierto es que, a buen seguro,
encontraremos ´recursos ilimitados´ para demostrar dichas teorías.
Suponen algunos, siguiendo esta práctica, que los Gobiernos disponen de
recursos ilimitados para gastar. Y eso no funciona así.
El crédito
no fluye, eso está claro y nadie lo pone en duda. Desde la actual
configuración otorgada a nuestros Estados, y bajo el paradigma
cuasi-liberal acomplejado que acompaña a las políticas de muchos
Gobiernos, no se está acometiendo adecuadamente la resolución a la
problemática de restricción crediticia al sector privado. No existe una
relación lineal entre el dinero que el Estado inyecta a la banca y el
que ésta pone a disposición de empresas y particulares, por lo tanto, no
se debe actuar como si esa premisa fuera cierta.
Está demostrado
por un lado que aquello que dijo Keynes no era así, y que en el largo
plazo se traduce en ruina. También está demostrado que la banca actúa de
forma más que cíclica, acrecentando los efectos de la coyuntura
económica. Cuando todo va bien, la banca tira el dinero, acometiendo
imprudentes inversiones, especulativas muchas de ellas, bien directa
bien indirectamente, para ganar la batalla de la cuenta de resultados en
junta de accionistas, en relación con sus competidores. Por el
contrario, cuando pintan calvas, la banca es la primera que corta el
grifo y solo presta o a los que no lo necesitan o a los que ya les
concedieron un crédito mal concedido para refinanciarles, incrementarles
el tipo de interés y alargar su agonía. Esto no es nuevo, pasa ahora y
ha pasado en otras crisis.
Lo que no debe hacer el Gobierno ahora,
que estamos como estamos, es incrementar las exigencias de capital a la
banca, porque eso favorece exponencialmente la tendencia a no prestar a
empresas ni particulares. Y si, además, tenemos en cuenta que los
recursos permanentes a los que hacemos referencia vienen de lo prestado
por todos y cada uno de los españoles, y pendiente de devolver, pues más
razón para reconsiderar las propuestas.
Estando totalmente en
contra de la existencia de una banca pública que absorba todas las
ineficiencias que el mercado genera por prácticas individuales erróneas,
sí es cierto que parte de razón podía tener Keynes cuando solicitaba
que los Gobiernos actuaran en momentos de crisis.
Desde una
perspectiva largoplacista, y con el ánimo de anticipar lo máximo posible
la salida de la crisis, dos son las medidas que no está desarrollando
ni este ni el anterior Gobierno y que deberían ponerse en marcha hoy
mejor que mañana.
La primera de ellas, flexibilizar el mercado
financiero. Apuntarse al carro, pese a lo oportunista de la medida, de
las ineficiencias que genera la existencia de un Banco Central Europeo
como el que tenemos, y darle manga ancha a los bancos para que otorguen
crédito, reduciendo sus requisitos de capital, e incluso primando a
aquellas entidades bancarias que más crédito otorguen. Cuando las cosas
mejoren, tendrán que aprovechar para incrementar y establecer, de una
vez por todas, un ambicioso plan que restrinja la manga ancha que a buen
seguro empezarán a tener los bancos. Ese será el momento de endurecer
las condiciones a los bancos, pero no ahora.
Por otro lado, lo que
debe hacer el Gobierno es utilizar los organismos autónomos que creó
para incentivar la actividad empresarial, para que el dinero llegue a
empresas y particulares. Desde el Gobierno se está apostando, y me
parece acertado, por el emprendedurismo como salida de la crisis: «Si no
te dan trabajo, créalo tú mismo». Este plan, que tiene más bondades que
defectos, adolece de un requisito indispensable, y parte de que todo el
que empieza un negocio o decide ampliar el que tiene, necesita un
capital (dinero) del que no suele disponer. Ahí debe actuar el Gobierno,
prestando directamente (insisto, esto no es banca pública sino un mero
mecanismo corrector) a aquellos que, o bien van a iniciar una actividad
empresarial por cuenta propia, o bien a aquellos que, con la actividad
empresarial en funcionamiento, generan empleo incrementando su capacidad
productiva.
Si el Gobierno (el que sea, el de España, el de
Murcia o el de cualquier Ayuntamiento, aunque con estos últimos tengo
fundadas reservas) dedicara el 2% de su presupuesto a conceder préstamos
a empresas, paliaríamos la problemática de restricción de crédito al
sector privado.
Préstamos directamente desde la Administración
pública a interés cero a aquellos que inicien un negocio o a empresarios
que contraten a desempleados jóvenes, mujeres o parados de larga
duración. Esta posibilidad se le daría al empresario para que sufragara
inversiones, gastos de empleabilidad, etc. por el mero hecho de
contratar, valorando sólamente que genere empleo, sin entrar en otras
cosas. Préstamos a interés cero, que el empresario podrá o no
formalizar, a su gusto. Préstamos y no subvenciones, que los préstamos
se devuelven y las subvenciones se conceden con dinero de ese ´que no es
de nadie´, ya que, como bien dijo Keynes, «a largo plazo, todos
muertos».