Juicios tengas y los ganes.
El hombre, en su ansia por conquistar a través de la razón
todos los campos posibles, acaba en un camino de no retorno, o cuanto menos de
doloroso retorno, que necesita ser revisado. No es normal que tengamos tantas
leyes.
Por un lado, contamos con la defensa a ultranza del
individualismo. Se consolida en el discurso teórico al individuo como centro y
fin de la actividad no ya política sino vital en sentido amplio. Porque la
afirmación del individuo en determinadas de esferas de acción, tal como ocurre
en el liberalismo, es compatible con la afirmación de la dimensión social
constitutiva del ser humano porque ninguno de los ámbito agota la riqueza de lo
humano.
En cambio, por otro lado, se sigue la práctica, desde
cualquier ámbito, consistente en depender del Estado benefactor, reclamando,
como si de un verdadero derecho se tratase, todo un conjunto de deseos y caprichos
que, según qué teorías, bien pueden quedar justificados por la propia evolución
del hombre: ¡Que me lo dé el Gobierno que para eso está!
El Derecho ha perdido el norte
y los que legislan más aún. La pérdida de referentes ha caracterizado al
Derecho y concretamente, la renuncia al reconocimiento de su dimensión ética, de
ahí que se haya convertido en una suerte de herramienta al servicio de
cualquier ocurrencia que, con suerte, puede tener cabida meramente en el ámbito
privado y subjetivo del propio individuo.
¿Nacieron las instituciones para ayudar a las personas o son
las personas las que nacieron para sostener (y tener que soportar) a las
instituciones? La relación entre ambas, a través del Derecho, con la evolución
positivista que están experimentando las normas y el aprovechamiento de la
llamada práctica de lo políticamente correcto requieren una revisión
justificativa sin reparos ni lastres, sin prejuicios ni miedos con la finalidad
de recuperar la dimensión ética que nunca debió haber abandonado.
La práctica observada consiste en hacer evolucionar a las
instituciones no desde la justificación de su propia creación, es decir, el fin
que se persiguió con su creación y que sitúa en origen al hombre, sino que pasan
a ser las propias instituciones el fin, pasando el hombre a constituirse en un
mero medio que deberá ahora adaptarse, a través de las continuas modificaciones
de las normas, a una institución que se ha de justificar a sí misma. Hoy por
hoy, no son pocos los ejemplos que se pueden citar al respecto: desde las leyes
de transparencia hasta los llamados órganos consultivos que sólo sirven para
mantener con un sueldo, que pagamos todos, al que abandona la política son
buenos ejemplos de dicha disparatada evolución. El concepto de legitimidad ha
sido denostado, cualquier referencia ética de la norma ha dejado de ser
necesaria, siendo aún de mayor envergadura el efecto generado tras adueñarse,
casi podemos decir que en exclusiva, de la razón.
Este devenir sin rumbo establecido ha procurado que, con el
paso de los años, los individuos se hayan convertido meramente en cumplidores de
normas, destacando, precisamente en más ocasiones de las deseadas, aquel que es
capaz de superar con su práctica, la perversidad de la norma, es decir, el
golfo y el corrupto.
El hombre se ha convertido así en una suerte de herramienta
del Derecho y al servicio del mismo, en tanto en cuanto la excesiva
centralización, el aislamiento del mismo, tanto en relación a otras disciplinas
como en la propia práctica evolutiva del mismo, ha llevado a que todo el
protagonismo evolutivo, recaiga no ya en la tradición, defendida por ejemplo
por F.A. Hayek, sino que se atiende meramente al acatamiento de normas,
otorgadas por unos pocos en una suerte de pacifista dictadura, que como toda
dictadura, limita la capacidad individual, pero manteniendo la insalvable
distancia que por definición separa a esta corriente del ideal de justicia.
Y esta es la razón de porqué las cosas ni funcionan ni van a
funcionar porque como dijo Descartes “La
multitud de leyes frecuentemente presta excusas a los vicios”.
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