En esto de gestionar recursos
escasos no hay nadie como una madre.
En estos últimos años, en nuestro
país, hemos experimentado un fenómeno que se ha ido desarrollando de forma
paralela al nacimiento y consolidación de nuestra democracia. Mientras que
todos los españoles nos congratulábamos por el ejemplar proceso consensuado de
instauración de la monarquía parlamentaria que consolidaba a nuestro país como
un país en desarrollo con instituciones preparadas para convertirse en país de
primera división, democrático y consolidador del estado del bienestar, se ha
dado un fenómeno paralelo de significativa importancia. La destrucción de la
familia.
Por absurdo que pueda parecerle a
determinados elementos defensores del hedonismo relativista extremo, se puede
afirmar que hasta para la gestión de lo público, la familia ha de ser un
referente.
A grandes rasgos, la humanidad,
hoy por hoy, tiene el problema de haber cambiado sus prioridades, sus ídolos.
Hemos pasado, de procurar buscar cuantos recursos son necesarios para el
sostenimiento desarrollo y consolidación de la unidad familiar, es decir, del
“trabajo para formar una familia” “trabajo para que mi familia esté mejor” a
trabajar por acumular meramente riqueza, dinero por acumular dinero. El dinero
se ha convertido en nuestro nuevo Dios. Se pierden valores, valores que han
constituido la base del proyecto de Unión Europea, la base de un país, la base
de nuestro país. De ahí el desorbitado desarrollo de los mercados de capitales,
que si bien se debe considerar necesario por el efecto innovador referente para
el crecimiento generalizado, no debe justificarse por sí mismo, precisamente
porque detrás de todo ha de estar la consolidación precisamente, del bienestar
de las personas, de las familias.
Las finanzas no son el fin, sino
el medio y, tal y como dice el Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofíapolítica, emérito de la Universidad de Valencia, Jesús Ballesteros: “las finanzas están
al servicio de la economía real y, esta a su vez, al servicio del libre
desarrollo de la personalidad, lo cual reduce la mínimo los niveles de
desempleo”.
Como tampoco la administración
pública, debe considerarse el centro de toda actividad. La Administración
pública debe constituir un medio para facilitar a los individuos, libremente,
su desarrollo personal, económico y social y no debe constituirse como el fin
en sí mismo de su razón de ser. Porque no es lo mismo reducir un presupuesto
público que se entiende sobredimensionado, como premisa para, con una necesaria
y adecuada rebaja de impuestos, favorecer la creación de riqueza del sector
privado e incremento de nuestro bienestar, que amoldar el régimen impositivo
para que la administración pública pueda incrementar sus ingresos, a costa de
lo que sea, para seguir generando continuas y permanentes ineficiencias que
impiden la consecución de los necesarios grados de crecimiento que se han de
conseguir si, efectiva y realmente, se quiere crear empleo.
Quien no ha escuchado alguna vez
eso de: “si sólo cuesta…., total no vamos a salir de pobres”. Pues fíjense si
es importante la familia que cada vez que escucho expresiones de ese tipo,
automáticamente me vienen a la cabeza las palabras que a buen seguro todos
hemos escuchado alguna vez de nuestra madre: “quitando un poco de allí y otro
poco de allá al final se tiene para todo, sin lujos, pero para todo”. Lejos de
esto, se reducen sueldos a los empleados de la Administración pública para
poder seguir gastando en políticas que, sin duda alguna, generan externalidades
negativas netas en términos comparativos con las que sería capaz de generar el
propio mercado, cada uno de los ciudadanos por sí mismo, si dispusiera de mayor
renta en su bolsillo y tuviera como objetivo el bienestar de su familias.
Y confirmando que este artículo
versa sobre la importancia de las próximas elecciones al Parlamento Europeo,
concluyo con Margaret Thatcher: “Puede
que sea el gallo el que canta, pero es la gallina la que pone los huevos”.
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