(La Opinión de Murcia XXIII Enero 2014)
Sobre ética y política, escribía B. Russell allá por los años 50 que «en toda comunidad, incluso en la tripulación de un barco pirata, hay acciones obligadas y acciones prohibidas, acciones loables y acciones reprobables. Un pirata tiene que mostrar valor en el combate y justicia en el reparto del botín. Si no lo hace así, no es un 'buen' pirata».
Cuando un político recala por el mar de la Administración pública se establece una relación que también tiene sus peculiaridades y sus reglas. Quien quiera ser buen pirata, buen político o buen empleado público tiene que conocerlas y cumplirlas para evitar que los tripulantes se amotinen y el barco zozobre.
Entre los políticos hay quienes son llamados al ejercicio de esa actividad debido a que gozan de prestigio en el ejercicio de su profesión, y esa excelencia profesional es lo que aportan y exhiben los llamados tecnócratas; también los hay que han hecho carrera en el partido y conocen los resortes del poder. Es obvio que, independientemente de su procedencia, todos intentarán cumplir las expectativas puestas en ellos. Por un lado, cumpliendo o intentando cumplir mejor dicho el programa electoral, dado que, aunque es verdad que sólo unos pocos lo habrán leído, también es cierto que fueron los votos de los ciudadanos que respaldaron dicho programa los que han hecho posible que ocupen su puesto.
También hay excelentes empleados públicos. Bien sea porque desde niños, o no tan niños, tienen vocación para el desempeño de una determinada profesión (por ejemplo, maestro del cole del pueblo al que asistió) o bien porque en una época de su vida, ante la indefinición que supone tener un futuro incierto profesionalmente hablando, se optó por preparar el acceso a la Administración pública. Tanto unos como otros intentarán, en la medida de sus posibilidades, desempeñar su trabajo de forma que, como todos los trabajadores de cualquier ocupación, pueda permitirles desarrollarse profesionalmente, incluso personalmente, evitando comportamientos alegales que puedan, siquiera aproximadamente, hacer peligrar algo que tanto trabajo, esfuerzo y dedicación les ha costado conseguir. Y en esto está que los empleados públicos atienden al escrupuloso cumplimiento de la normativa vigente, bien porque se cree en ella como efectiva manifestación de la necesidad estructural del sistema, bien porque, aún reconociendo la existencia de alternativas procedimentales que maximicen la eficiencia, se renuncia a su práctica por situarse esta en la delgada línea que separa lo legal de lo no legal. Remarco, los empleados públicos atienden al escrupuloso cumplimiento de la normativa vigente.
Y entre unos y otros, en sus interrelaciones puede pasar de todo. Desde la perfecta correlación de intereses a la total disociación de objetivos de unos y otros, creando situaciones insostenibles en términos productivos, ineficientes completamente que, como poco, motivarán comentarios del tipo «y estos funcionarios?» o bien del tipo «el político se va, pero yo me tengo que quedar aquí».
La norma está para cumplirla, sin duda alguna. Y, que no se nos olvide que la norma se convierte en norma escrita debido a un proceso a través del cual se considera adecuado o necesario el establecimiento generalizado y reconocido de un patrón mínimo de obligado cumplimiento que garantice, entre otras cosas, la libertad individual, la igualdad de acceso y, al fin y al cabo, un marco regulatorio estable en el que cada uno pueda cumplir y desarrollar su papel en la sociedad, entre otras cosas, y además debe hacerse como todos los ciudadanos creemos que generalmente se deben hacer las cosas.
Pues bien, no basta con que exista la ley, ni tan siquiera será suficiente que esté debidamente justificada la existencia de la norma. Será necesario, para salir de la crisis, para que esta sociedad recupere el adecuado sendero que garantice el éxito, tanto individual como colectivo, que en la vida real todos cumplan aquello que se debe cumplir que es, esté escrito en una norma o no, aquello que otorgará validez a la actuación de los distintos agentes, y esto es lo que a veces falla más de lo deseado. Nos estamos acostumbrando a ver noticias sobre determinados comportamientos de algunos políticos que, cuanto menos huelen a corrupción. Éstos salen a la palestra a las primeras de cambio echando balones fuera, alardeando, por un lado, de sus dotes de liderazgo, reconociendo el alto nivel de descentralización en la toma de decisiones que ceden a sus subordinados políticos con expresiones del tipo «ellos deciden y yo sólo firmo» y, por otro lado, alardeando del escrupuloso cumplimiento de la norma con afirmaciones tales como «está debidamente fiscalizado o informado por el funcionario y yo sólo lo firmo».
Hasta en esta, nuestra actual sociedad, donde todo y a todos se les mide en términos monetarios, en esta época en la que se mira más la marca de vehículo que tienes aparcado en el garaje del chalet que los medios y mecanismos que te han permitido obtenerlo, hasta el mundo de la telebasura y realities, independientemente de quién sea tu vecino o amigo o a quien puedas o no conocer, hay algo que no tiene precio, hay algo que no se puede comprar, y a ese algo se le llama dignidad
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